El ahijado de la muerte
Sergio Lugo
“Hay que tener más consideraciones con los muertos, porque pasamos mucho más tiempo muertos que vivos, total, en esta vida todos nacemos para morirnos”. Siempre que me dicen que los libros son mejores que las películas basadas en ellos, les respondo que hay excepciones, y una de ellas es Macario, del director Roberto Gavaldón, México, 1960; basada en el cuento de Bruno Traven.
El magnífico texto fue escrito por un mexicano nacido en Alemania, quien supo retratar la idiosincrasia de nuestro pueblo. Macario es un indígena que vive con su familia rodeado de pobreza.
Tiene tanta hambre que se quiere comer un guajolote completo, el solito, pero de repente se le aparece Dios para pedirle un bocado, pero el hombre se lo niega pues le responde que él es dueño de todo lo que hay en este mundo. Después, se le aparece el demonio, y también se niega a compartir su comida, porque es un ser malvado.
Finalmente, se le aparece la muerte, con quien comparte la mitad de su guajolote. La muerte agradecida, le otorga poderes curativos a Macario, para que sane enfermos, es ahí la trama porque se refleja la avaricia del ser humano.
Para mí la película supera el texto porque, no solamente se filmó en mi natal Taxco, sino por la calidad de la fotografía de Gabriel Figueroa; así como las estupendas actuaciones de Ignacio López Tarso personificando a Macario, de Pina Pellicer su esposa, y del insuperable Enrique Lucero quien tiene el papel de la muerte. En el argumento participó Emilio Carballido.
Filmada en la ciudad colonial, en blanco y negro (y coloreada por un joven mexicano el año pasado), logra que podamos oler y sentir el Día de Muertos, con las famosas calaveritas de dulce, las velas, el incienso, sus calles, los campesinos, -todavía cuando era niño, se conservaba esa tradición en su mercado municipal-.
Su templo de Santa Prisca es donde la Santa Inquisición juzga a Macario; en la vida real, durante el Virreinato, los españoles católicos lo hicieron contra los herejes, y contra los judíos. La cinta tiene un toque de surrealismo cuando Macario está soñando con esqueletos de marionetas.
Para mí la escena más espectacular es gracias a Gabriel Figueroa, cuando Macario está hablando con la muerte, el escenario son las Grutas de Cacahuamilpa, llenas de velas que significan las vidas de los humanos. Eso es muy mexicano.
–Mira Macario, esta es la humanidad, aquí ves arder las vidas tranquilamente, a veces soplan los vientos de la guerra, los de la peste, y las vidas se apagan por millares al azar…
López Tarso ha estado varias veces en Taxco, y hace algunos años se presentó en las mencionadas grutas, junto con su hijo Juan Ignacio Aranda, quienes presentaron una especie de teatro en atril, titulado El ahijado de la muerte, justamente para rememorar a Macario, el escenario era fúnebre, pero al mismo tiempo muy colorido.
Para las nuevas generaciones, se debería proyectar esta película dentro de las Grutas de Cacahuamilpa, en el panteón y Zócalo de Taxco, para que no solamente la disfruten los mexicanos, sino también los extranjeros que aman nuestras tradiciones.
Uno de ellos fue el soviético Sergei Eisenstein, director de cine, autor de una especie de documental titulado Qué viva México, que no pudo concluir, toca profundamente el Día de Muertos de una manera surrealista, mágica. Mi tocayo –quien también estuvo en Taxco– entendió que los mexicanos nos burlamos de la muerte y nos la comemos en dulces.
En la actualidad, en el pueblo maya de Pomuch, Campeche, persiste la tradición de que en el Día de Muertos, sus habitantes sacan los esqueletos de sus familiares, los limpian, les cantan, conviven con ellos, como si estuvieran vivos. Allá, del 29 al 31 de octubre, se realizó el festival cultural Chéen teeck kaja´ anech tuukul, que significa: “Sólo tú vives en mi pensamiento”. Le dedicaron un altar al maya Jacinto Canek, quien durante la colonia, se levantó en armas en contra del yugo español.
–La vida no fue fácil Macario, pero fue buena vivirla juntos– dice Felipa cuando se despide de su esposo.