Los años dorados
Eddy Antonio Hernández Peralta
Doña Carmen y doña Lola crecieron bajo el mismo cielo, con el mismo polvo en los pies, compartiendo los mismos días llenos de sol y sombras. No se acordaban ya desde cuándo eran amigas, solo sabían que habían estado siempre ahí, una al lado de la otra, desde los primeros juegos hasta los últimos secretos. La vida les había dado golpes, pero también pequeños regalos: hijos, nietos, momentos de risa. Con los años, sus cuerpos se habían ido gastando, pero la amistad seguía intacta, como si fuera lo único que no podía marchitarse.
Cada tarde, se encontraban en el parque, sin falta. Nadie las esperaba en casa, nadie las llamaba por teléfono para saber si estaban bien. Lo único que contaba era ese momento bajo la sombra del viejo roble, sentadas en la banca de siempre, como si el mundo alrededor no existiera. Doña Carmen traía una bolsa con galletas que crujían en el silencio del parque, mientras el té humeante se enfriaba en los vasos de plástico que doña Lola traía desde casa.
–¿Te acuerdas de aquel día?– decía doña Carmen, con una sonrisa traviesa, los ojos medio cerrados, como si buscara en el recuerdo algo que todavía pudiera hacerla reír.
Doña Lola asentía, con una sonrisa apenas esbozada, mirando más allá del parque, como si los fantasmas de su pasado estuvieran ahí, esperándola. Era una mujer de pocas palabras, siempre lo había sido, pero cuando hablaba, cada una de sus frases parecía tener peso, como si las palabras no fueran solo sonidos sino piedras que caían en un río profundo.
El tiempo seguía pasando, inmutable como el roble que las cubría. Pero un día, doña Carmen no llegó al parque. Doña Lola esperó, con la paciencia que había aprendido a lo largo de tantos años. Se quedó ahí, sola en la banca, mirando las hojas del árbol que caían lentamente, como si no quisieran llegar al suelo. Al día siguiente fue a buscarla, caminando despacio por las calles que conocía de memoria. La encontró en su casa, postrada en la cama, con el rostro pálido y los ojos cerrados.
La enfermedad había llegado como llegan esas cosas inevitables, sin avisar, sin piedad. Doña Lola no dijo nada, solo se sentó a su lado, tomando la mano fría de su amiga. Pasaron los días, y no la dejó sola ni un momento. Le leía cuentos, aunque sabía que doña Carmen no los escuchaba. Le cantaba las canciones de su infancia, aquellas melodías que antes habían sido parte de su vida compartida, como si las palabras pudieran alejar la muerte que rondaba por la habitación.
Doña Carmen se recuperó un tiempo, como si quisiera darles a ambas una tregua. Volvieron al parque, pero ya no era lo mismo. Doña Carmen hablaba menos, y doña Lola sentía cómo se le escapaba la vida de entre los dedos, como si el aire alrededor se estuviera volviendo más pesado, más denso.
Y entonces, llegó el día inevitable. Doña Carmen volvió a enfermar, esta vez sin posibilidad de regreso. Doña Lola lo sabía, lo había visto antes en otros, pero nunca pensó que el dolor pudiera ser tan fuerte cuando le tocara a ella. Se quedó con su amiga, sin dormir, sin comer, esperando el final con el mismo estoicismo con el que había enfrentado toda su vida.
La mañana que doña Carmen dio su último suspiro, el sol apenas empezaba a colarse por las cortinas de la pequeña habitación. Doña Lola la arrulló entre sus brazos, como si fuera una niña, cantándole esa misma canción que había entonado tantas veces en sus juegos de niñas. Las lágrimas se deslizaron por su rostro, amargas y silenciosas, mientras el cuerpo de su amiga se volvía más liviano, más frío.
Cuando todo terminó, doña Lola se quedó un rato más, en silencio, viendo cómo la luz del sol llenaba el cuarto. El roble del parque seguía allí, y aunque su amiga ya no volvería, sabía que en algún lugar, entre las hojas y el viento, el recuerdo de doña Carmen seguiría vivo por toda la eternidad.